Por Francisco Rodríguez Criado
Artículo publicado en la edición número 68 de la revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España.
Todo fue un cúmulo de situaciones inesperadas, pues durante el embarazo ninguna prueba médica detectó que el bebé venía con problemas. Pero no hablaré de la conmoción que nos golpeó a Madre Coraje y a este servidor en las primeras semanas, pues ya lo hice en mi libro El Diario Down. Sólo diré algo: supimos desde el minuto cero que Chico había venido para darnos amor y exigirnos esfuerzo a partes iguales. Y en esas seguimos, entre el amor y el esfuerzo, ahora que el fenómeno es un niño de nueve años que crece feliz junto a su hermano Mario, dieciséis meses menor que él.
¿Y cómo es ese apacible niño rubio de ojos azules, casi una década -después? Pues se parece mucho a otros niños cromosómicamente normales (en lo que se parece) y se diferencia mucho de ellos (en lo que se distingue). Los desafíos que en otros niños y niñas se resuelven de manera natural con Chico adquieren condición de heroicos. Por decirlo en corto: si criar a un niño es una carrera de fondo, criar a un niño con síndrome de Down, con mil y una necesidades especiales, es una combinación de maratón y carrera de obstáculos.
Nuestro maratón comienza a primera hora de la mañana. Mario sigue la dinámica de cualquier niño de su edad, pero Chico exige nuestra atención y esfuerzo para numerosas tareas: hemos de quitarle el pañal, lavarle la cara, darle el desayuno (medicación incluida), vestirle, peinarle, hacerle el bocadillo, salir de casa y del edificio (tarea complicada, pues tiene fijación con los ascensores y no hay manera de que camine)…
“Chico se cuela subrepticiamente por un lado y, antes de que me dé tiempo a percatarme de su presencia, me estampa un sonoro beso en la mejilla”
Por la tarde hay que recoger a los pequeños del colegio, darles la merienda, llevar a Chico al baño para que se asee, y luego procurar que pase un rato entretenido, por ejemplo, con algún juego educativo, asunto nada fácil, pues, pese a su buena predisposición, le cuesta mucho centrarse. Así que en algún momento de la tarde hay que darle un paseo y, de regreso, una ducha (si toca), la cena y finalmente leerle un cuento, cuyo contenido él no entiende, pero lo agradece igualmente: escuchar nuestras voces (la mía o la de Madre Coraje) le tranquiliza.
En la carrera de obstáculos podríamos enumerar sus manías, que van desde arrojar objetos por la ventana (tablets, móviles, libros, gafas), echarse agua por encima o pintar con sus rotuladores a nuestra perra Betty, por no hablar de esos tics verbales que le llevan a repetir una y otra vez las mismas frases. No hay que olvidar las recurrentes visitas a Urgencias, si bien su salud no es hoy un problema. Aun así, nos mantenemos siempre en alerta. En fin, cuando Chico se constipa, los demás estornudamos.
En ocasiones creo que no seré capaz de seguir este ritmo (ya no soy un joven de 18 años). Pero ocurre también que a veces estoy trabajando en el ordenador, escribiendo o corrigiendo los textos de algún cliente, cuando Chico se cuela subrepticiamente por un lado y, antes de que me dé tiempo a percatarme de su presencia, me estampa un sonoro beso en la mejilla. Yo miro esos ojos verdiazules y le pregunto: “Chico, ¿me das otro beso?”. El niño sonríe y me da otro beso. Y yo le pido otro beso, que él me da, y le pido otro, y otro, y otro… Le abrazo y ahora soy yo quien le llena de besos.
Y así, renovadas las fuerzas, me dispongo a disputar junto a nuestro campeón todas las carreras que se interpongan en nuestro camino.
Artículo publicado en la edición número 68 de la revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España.