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Las novenas, una fuente de gracia y conversión

De entre las tradiciones que heredamos, hay una que parece algo trasnochada y, sin embargo, destaca por sus frutos: las novenas

Por José Antonio Méndez

Doce mil personas fueron testigos, el 31 de diciembre de 1932, de la aparición de la Virgen en Beauring, al sur de Bélgica. Entre la multitud se encontraban dos hermanos sacerdotes, los Jamin. Uno de ellos, el abbé Louis, se había desplazado desde el pequeño pueblo de 350 habitantes del que era capellán, ubicado a 90 kilómetros, en una región minera lacerada por  el socialismo anticlerical: Banneux.

La conmoción interior de los hermanos Jamin era grande. El mensaje de la Virgen, que parecía presentarse a un grupo de niños con el corazón dorado y un rosario entre las manos, incluía la promesa de la conversión de los pecadores. Sin embargo, las autoridades eclesiales aún no se habían pronunciado, y ambos sacerdotes temían el daño que podría provocar en los fieles que todo fuese un engaño. Por ese motivo, el 3 de enero, tras la última aparición de la Virgen, el abbé Louis pidió a varios conventos de clausura que rezasen una novena para pedir a Dios que, por el bien de las almas, aquella situación se aclarase. La novena incluía una petición: que al menos un incrédulo de Banneaux volviese públicamente a la fe. Dadas las circunstancias de la región, aquello parecía un imposible.

Tres días después de que concluyese la novena (que el padre Jamin había mantenido en secreto para sus feligreses), la niña Mariette Bèco, hija de una familia obrera cada vez más contraria a la fe, recibía la primera de las apariciones de la Virgen que se producirían en Banneaux ante numerosos testigos, y que a la postre serían reconocidas por la Santa Sede junto a las de Beauring. En la segunda aparición, Mariette solo tuvo un testigo, tan perplejo como sobrecogido: su padre Julien, un obrero anticlerical que no pisaba una iglesia desde su Primera Comunión. El fruto inmediato de aquella revelación fue la confesión, comunión y vuelta a la fe del propio Julien, con toda su familia.

Estos hechos, ocurridos y probados en pleno siglo XX, son un botón de muestra del fuerte impacto espiritual que tienen las novenas, una práctica de oración promovida por la Iglesia para que los fieles ahonden en su relación con Cristo y con su Madre, al tiempo que cultivan la humildad, la perseverancia y la confianza en Dios.

Aunque la primera novena aprobada por un Papa data del siglo XVI, su origen se remonta al mismo nacimiento de la Iglesia, pues nueve fueron los días que pasaron los apóstoles en oración junto a la Virgen, desde la Ascensión de Jesús hasta que recibieron el Espíritu Santo en Pentecostés. Así, el rezo de la novena fortalece la fe y dispone al alma para recibir una gracia especial del Espíritu, como aquel noveno día en el Cenáculo.

Los favoritos de Dios

Santos como Pío de Pietrelcina o Teresa de Calcuta acudían con frecuencia a las novenas por sus abundantes frutos –tanto espirituales como tangibles– y es, junto al rosario, uno de los “favoritos” de Dios, pues de un modo u otro aparecen de forma constante en las revelaciones de Jesús y de María aprobadas por la Iglesia, como las del Sagrado Corazón, la Divina Misericordia, Fátima o Banneaux.

Su práctica sencilla consiste en dedicar nueve días (seguidos, o fijos en el calendario) a orar por una intención particular: una petición, una acción de gracias, o prepararse para un acontecimiento. Y suelen incluir la apelación a un santo, como modelo, intercesor y compañero, así como el rezo del Padre Nuestro, el Avemaría y el Gloria. En suma, un programa de oración sencillo y eficaz para poner a punto nuestra vida de fe.

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