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Lo que no muere nunca

Isis Barajas nos trae la historia de Takashi Nagai, ferviente católico y superviviente de Nagasaki con ocasión de la traducción al castellano de su autobiografía: Lo que no muere nunca.

Hogar, dulce caos. Por Isis Barajas

Artículo publicado en la edición número 68 de la revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España.

En segundos lo perdió todo. Su laboratorio de radiología quedó en ruinas. También el Servicio de Terapias Físicas al que había consagrado su vida. Con ellos se habían destruido todas sus investigaciones científicas, sus reconocimientos, sus publicaciones. Sus alumnos universitarios desaparecieron, al igual que sus amigos y compañeros médicos. Todos muertos. Pero lo más doloroso lo encontró en casa. Entre los escombros cubiertos de cenizas blancas de la cocina estaba ella: su mujer, Midori, era ahora un puñado de huesos calcinados que se resquebrajaban al cogerlos. A su lado, apreció la cadena de su rosario. La muerte la había alcanzado rezando.

Aquel 9 de agosto de 1945 la bomba atómica cayó en Urakami, el barrio católico de Nagasaki, asesinando a 8.000 de los 10.000 fieles que residían allí (un total de 70.000 personas murieron al instante). Ese reducto de Japón, donde la fe se había conservado intacta a pesar de tres siglos de persecuciones, se convirtió de un plumazo en un desierto desolador. Takashi Nagai, un reputado médico radiólogo al que hacía apenas unos meses le habían diagnosticado una leucemia letal, sobrevivió al holocausto protegido por los muros de hormigón de su despacho, a tan sólo un kilómetro de casa. Le habían dado tres años de vida y ahora, en cambio, todos los que tendrían que haber asistido a su propio funeral estaban muertos. 

El día que Nagai había contado el fatal diagnóstico a su esposa, Midori guardó silencio, rezó temblorosa ante el altar que tenían en casa y regresó junto a su marido diciendo: “Ya vivamos, ya muramos, ¡es para gloria de Dios!”. Ella fue la que le había conducido a la fe cristiana. 

“El tiempo pasa, el espacio se desvanece, pero tenemos que vivir la vida de modo que permanezca lo que no perece”

 “¡No podía soportar una vida sin sentido!”, explica el propio Takashi Nagai en Lo que no muere nunca, un libro autobiográfico que ha sido recientemente traducido al español por la editorial Encuentro. “Tenía que encontrar lo que no perece. Tenía que aferrarse a lo que no muere nunca. El tiempo pasa, el espacio se desvanece, los seres vivos mueren, pero nosotros tenemos que vivir la vida de modo que permanezca lo que no perece, lo que no muere”, relata el autor. Descubrió que Dios no pasa nunca. “La vida en Su palabra, la vida con Su palabra, la vida que ama a Dios y es amada por Dios […]: esta es la verdadera vida que un hombre debe vivir”, concluyó entonces. Y esta convicción transformó su existencia en lo que él mismo llamó  “una vida llena de luz”.

Hace unos meses, una amiga me comentaba que no quería que las cosas materiales fueran un obstáculo para alcanzar la vida eterna. Nos aferramos con facilidad a nuestras pertenencias, a la seguridad que nos proporciona tener una casa, un trabajo o todas esas cosas finitas que tiran de nosotros hacia abajo y mantienen nuestra cabeza y nuestro corazón distraídos, alejados de los bienes celestes. Levantamos una vida entera sobre cimientos perecederos y de eso se dio cuenta Takashi Nagai cuando todo lo que había construido y conseguido a lo largo de los años había quedado sepultado en cenizas. Decidió entonces pasar el resto de su vida en una cabaña de diez metros cuadrados construida sobre los restos de su antiguo hogar. Allí, sin poder levantarse de su tatami a causa del avance implacable de su enfermedad, se dedicó a escribir libros que rezuman belleza y esperanza, y a recibir a cientos de visitantes a quienes sus escritos les habían devuelto la alegría de vivir.

En las circunstancias más calamitosas, su vida resplandecía:  “Nuestras vidas adquieren su valor si aceptamos de buen grado la situación en la que nos ha colocado la Providencia y si seguimos viviendo en el amor”, escribió a sus dos hijos, supervivientes también de la aniquiladora Fat Man (Réquiem por Nagasaki, editorial Palabra). Eso de dar gloria a Dios en toda situación, que había aprendido de su mujer, lo llevó él al extremo de su vida:  “Si nos aceptamos como somos, indudablemente llegará el día en que podamos ver cumplidos los planes de Dios a través precisamente de nuestra debilidad… Nuestros talentos y nuestros defectos pueden ser muy distintos, pero hay algo en lo que todos somos iguales: cada uno de nosotros hemos nacido para manifestar la gloria de Dios, para conocerle, amarle y servirle aquí en la tierra y compartir con Él la vida eterna después de la muerte”.             

Artículo publicado en la edición número 68 de la revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España.

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