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Capellanes de hospital: llevar el Cielo al corazón del dolor

La Iglesia ha aportado mucha oración y medios materiales durante la pandemia, pero sobre todo, ha dado –en cuerpo y alma– a sus sacerdotes

Por Belén Huertas / Fotografía Cathopic

Lo mejor de las historias de los capellanes no se puede contar. Los sacerdotes guardan un estricto secreto profesional. Además, ni siquiera ellos pueden intuir hasta dónde llega su labor. No pueden saber qué pasa por las cabezas y los corazones de las personas a las que atienden. Cuál es el efecto de sus palabras y sus silencios. Qué significa para un moribundo contar con su presencia o cómo actúa el sufrimiento ofrecido. Tampoco saben quiénes han captado el amor de Dios en ese brillo de fe que mira por encima de la mascarilla. A dónde llega la oración pronunciada desde un despacho o el valor de obedecer a las autoridades, sufriendo la injusticia. Menos aún imaginar cuántos, al verles trabajar hasta el agotamiento, han cambiado sus prejuicios por admiración. El capellán del hospital llega donde no alcanzan medicinas ni bisturís. Tiene certezas inquebrantables cuando todo se tambalea. Así lo muestran estas tres historias que ha recopilado Misión.

Iñaki Gallego Sanmiguel. Hospital Clínico San Carlos, Madrid

“Duermo bien. Como bien. Y Dios ayuda; me da pequeños descansos como ahora”. Iñaki Gallego tiene dos días libres tras semanas “de pico y pala”. El 11 de marzo se quedó sin voluntarios, esenciales en su equipo. La plantilla de capellanes del Clínico de Madrid se redujo de cinco a dos, y a veces, a uno: él. Pero este madrileño no hace dramas. A la pregunta sobre su horario, contesta alegremente: “¡Siempre! Sesión continua”. Un capellán de guardia que lleva el busca día y noche. También le llaman sacerdotes amigos, confiándole a feligreses hospitalizados.

Gallego reconoce que no está hecho de una pasta distinta al resto de los mortales: “Cuando empezó el estado de alarma, los capellanes pasamos nuestro miedito. Pero decíamos: si Dios nos ha plantado aquí… ¡Si hay que morir, se muere!”. Su receta antipánico consistió en tomar las precauciones necesarias y no pensar mucho: “El miedo te paraliza, y nosotros no podíamos estar paralizados”. Las unciones de enfermos se multiplicaron por tres y, aunque la Penitenciaría Apostólica facilitó la unción espiritual, ellos preferían estar presentes. “La dirección del hospital ve la atención espiritual como algo importante, y hemos podido hacer nuestra labor, que ayuda mucho y da mucha paz”.

Aunque la tarea es inmensa, se nota el apoyo de la oración: “Esto a palo seco no se podría resistir. Pero si sabes que el Señor está presente, que mucha gente reza, vas adelante”. Y cuando no podía más, pasaba a Dios el relevo: “Dios mío, ya no tengo fuerzas; hasta aquí hemos llegao. Lo mismo que la comunión espiritual y la unción espiritual, haz Tú la visita espiritual a los enfermos, que se te da muy bien”.

Iñaki, a la derecha, junto a otro de los capellanes que colaboran en el hospital.

Este capellán muestra su orgullo por los trabajadores del Clínico, donde enfermeras y auxiliares suplen el papel de los parientes. “Aunque tienen mucho trabajo, los veía sacar tiempo para acompañar a un enfermo, darles la mano, quedarse a su lado en los últimos momentos. Es la medida del corazón, que supera el agotamiento”. ¿Y no resulta abrumador acompañar a un enfermo en momentos tan delicados? “Solamente con estar a su lado, ya haces. Luego hablas con la familia: ‘He estado con él, y le he dicho que le queréis mucho’. Y se quedaban –dentro del dolor– con una paz tremenda. Y pienso que ha sido el Señor, que se las apaña para que con un poquito baste”.

Llueven los agradecimientos a capellanía. Tanto, que tienen ya apalabradas muchas celebraciones cuando acabe el confinamiento: Y no solo místicas -Iñaki vuelve a sus juegos de palabras, mientras sueña con esas comidas-, sino también másticas”.

Luis Armando de Jesús Leite. Hospital La Fe, Valencia

“En situaciones de pandemia estamos en nuestra salsa”, afirma tranquilamente el padre Luis Armando Leite. Pertenece a la Orden de San Camilo, fundada en Europa en la época de las grandes pestes. Los camilos tienen un cuarto voto: servir a los enfermos aun a costa de la propia vida. Este religioso no había tenido ocasión de cumplir tan vivamente su compromiso como ahora, aunque siendo postulante atendió a enfermos de sida, cuando se trataba de una enfermedad mortal. Hoy trabaja en el Hospital La Fe, en Valencia. Y hay quienes le preguntan si tiene miedo. “¿Miedo? No. Tengo respeto: cumplo las normas sanitarias, pero con mucha serenidad. El otro día llevé la unción de enfermos a varias personas contagiadas; fallecieron todos”. No teme, porque cree en el Cielo. La tranquilidad de este capellán, con su voz melodiosa y pausada, llega a pacientes de toda condición: con buen y mal pronóstico, con fe o sin ella.

En capellanía, empiezan la mañana pidiendo ayuda al Señor. Luis Armando tiene un criterio: “La palabra adecuada solo se encuentra si se escucha al enfermo. Hace falta paciencia; saber callarse delante del misterio del ser humano y del sufrimiento”. Muchas veces las palabras no sirven.

La experiencia de este pastor es que “estar presente puede ser más poderoso que la palabra; tenemos el riesgo de hablar para sentirnos útiles, para tener la sensación de estar aportando algo”. Esa tarea discreta puede toparse con incomprensiones o prejuicios, pero la percepción está cambiando: “Tenemos los mejores profesionales sanitarios del planeta: técnicamente, son excelentes. Pero no están preparados para atender ciertas demandas del paciente. Cuando nos ven trabajando con ellos, codo con codo, haciéndonos cargo de la situación, empiezan a mirarnos de otro modo”.

Por eso, desde hace pocas semanas, personas que antes ni saludaban a los sacerdotes ahora les sonríen, les invitan a un café, les preguntan cómo llegó a ser religioso camilo… Y la respuesta no se hace esperar: “Pienso que Dios me tenía esto preparado, y yo no me daba cuenta. Nací en el Hospital San Camilo, en São Paulo, Brasil; fui bautizado por un camilo… Cuando estuve alejado de la Iglesia, volví por mano de un camilo. Hace ya más de treinta años que estoy en la Orden”. Gracias a Dios, pensamos. Y él asegura: “¡Gracias a Dios! Más aún: por la misericordia de Dios”.

Francisco Javier Domínguez Moreno. Hospital San Juan de Dios Aljarafe, Sevilla

Javier Domínguez trabajaba en Carrefour y estudiaba primero de Empresariales. Tenía novia. Además, era trompetista en una banda y cantaba en una coral. Hoy recuerda –y lo narra en presente– cómo llegó al seminario: “Un día, de repente, Dios hace que comprenda con una claridad impresionante que Jesucristo está en el sagrario. Yo no sabía ni cómo estaba allí, pero había una presencia real suya ahí dentro. Estando delante de la Eucaristía, Dios me llama y me dice: ‘Quiero que seas sacerdote para mí’”. Hoy, ya sacerdote, tiene 36 años y sigue con pluriactividad: “Entre las guardias, la parroquia, la residencia, las confesiones de los sacerdotes… no he parao”. ¿Cómo es su vida desde que empezó la pandemia? Todo empezó un viernes. Al día siguiente, había una boda en la parroquia. Los novios tuvieron que avisar a los invitados: la boda se pospone. “Ahí comenzamos a acompañarles, a consolarlos”. Y lo mismo con los cofrades, porque Sevilla se iba a quedar sin Semana Santa. “Hay que ponerse a rezar, les dijimos. Y propusimos a los feligreses hacer cadenas de oración”.

Antes de que se decretase el estado de alarma, los capellanes de San Juan de Dios fueron al hospital, como de costumbre, en busca de los moribundos. “Pasamos por UCI, observación y plantas, buscando primero a los más graves, ofreciéndoles la confesión y la unción”. Y cuando comenzó el confinamiento, “nos dijeron que nos quedásemos en el despacho de capellanía hasta que alguien –el moribundo o su familia– nos avisase”. Pero “cuando llega la cercanía de la muerte, nadie se plantea llamar al sacerdote. Es un sufrimiento atroz; no se puede explicar”.

Javier explica que “la labor es ofrecer mucho ese dolor delante del sagrario, rezando, a la espera de que salte la luz en algún alma”. Y continúa: “En tres años he dado casi cinco mil unciones de enfermos. En el primer mes de confinamiento había administrado solo dos. Lo he pasado muy mal. ¡Dios mío, cuántas almas!”. El Rosario y la coronilla por los moribundos han sido su apoyo.

Este hombre asegura que cuando recibió la llamada de Dios estaba “verde”. No sabía nada de la moral cristiana. Un día, estando en la Facultad, el Señor le hizo comprender la confesión. ¡Le dolieron tanto las veces que había despreciado la gracia! Hoy Javier está empeñado en ayudar a todos a comprender esas maravillas, porque “lo nuestro es vivir para el Cielo”.

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