Por Marta Peñalver
Artículo publicado en la edición número 68 de la revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España.
“Pedro, vete a la ducha… Cristina, recoge tu cuarto… Juan, ¿has hecho los deberes?… Lucía, apaga la tele…”. ¿Te suena? Estas y otras frases parecidas se oyen a diario en, nos atreveríamos a decir, todos los hogares donde viven niños. Y no sólo una vez; por norma general Pedro, Cristina, Juan o Lucía tardan más de una vez (y más de dos) en atender a lo que sus padres les están pidiendo, como si no escucharan esa voz que les reclama. Y con los años se complica: no sólo parece que no escuchan, sino que, además, no hablan. ¿Hay alguna manera de conseguir que los hijos escuchen lo que les decimos y de paso consigamos algo más que monosílabos cuando llega la adolescencia? Fernando Alberca, neuropsicólogo y autor entre otros libros de Guía para ser buenos padres (Toromítico, 2006), da las claves para conseguir que los hijos escuchen y los padres no desfallezcan en el intento.
- Hablar mucho con tus hijos.
Es fundamental que nuestras conversaciones no se limiten a esas órdenes o recomendaciones que queremos transmitirles. Debemos encontrar tiempo, quitándoselo a otras cosas importantes si es preciso, para conversar con ellos. Y que no sea siempre sobre temas vitales, hay que hablar también de cosas triviales, de la actualidad, de la vida, que no cuesten ni conlleven riesgo a discutir. Quien habla a menudo de cosas aparentemente superficiales, encuentra modo y tiempo para decir lo importante. - Escucharles cuando ellos quieren hablar.
No podemos pretender que ellos nos escuchen si siempre que acuden a nosotros, por nimia que sea su ocurrencia, les damos de lado y no escuchamos lo que nos quieren decir. Como siempre en educación, el ejemplo es fundamental. Alberca señala que “debemos callar durante el 50 % del diálogo con ellos”. - Responder siempre a sus preguntas.
Lo que sepamos y lo que no sepamos. Si es el caso, podemos buscar con ellos la respuesta que desconocemos o emplazarles a otro momento con la promesa de informarnos debidamente sobre el tema. - No enjuiciarles por lo que dicen.
Debemos intentar comprender por qué dicen lo que dicen o han hecho lo que han hecho. La mejor manera es poniéndonos en su lugar. - Preguntar sus opiniones.
Aunque muchas no sean experimentadas, es importante que sepan que los tenemos en cuenta. Eso les hará sentir que son interlocutores válidos para sus padres. - Atender a todo lo que están expresando.
Primero atiende a sus sensaciones (lo que sienten sus sentidos, como las miradas críticas de los demás, por ejemplo), luego presta atención a sus emociones (las reacciones a esas emociones como deseo de vergüenza, por ejemplo) y, sólo en tercer lugar, escucha las ideas que intenta transmitir. - Demostrar agrado por su forma de contar las cosas.
Deben saber que estamos orgullosos de que sean capaces de hablar con nosotros y que los tomamos en serio, digan lo que digan. - Hablar de todo, sin preocupación y en serio.
No debemos evitar temas o utilizar eufemismos ni tabúes. Además, debemos huir de las ironías y escucharlos como si lo que nos dicen siempre fuera importante. Los niños deben sentir que pueden hablar cualquier cosa con sus padres sin tabúes y de tú a tú. - Callar cuando hablen y dejarles terminar las frases.
Aunque muchas veces sabemos mejor que ellos lo que nos van a decir o sabemos cómo van a terminar una frase, no debemos adelantarnos ni corregirles constantemente. De hecho, Alberca recomienda no corregirles más de dos veces cuando están hablando. - Atender plenamente.
Cuando un hijo habla, siempre que podamos debemos sentarnos a su lado, en silencio, prestando atención y mirándoles la mayor parte del tiempo a los ojos, sin distracciones. Si no es posible en ese momento, se les emplaza a otro momento o lugar para seguir la conversación. - Hablarles como si tuvieran dos años más.
Esto estimula su inteligencia, su autoestima, su madurez y su responsabilidad, además de que nos permite acertar con más probabilidad con la edad real, porque a menudo a los hijos se les considera menores de lo que realmente son.
Obedecer a la primera, ¿mito o realidad?
Si preguntáramos a padres de familia de distinta raza, credo o condición cuáles son los retos más difíciles en la educación, seguramente encontraríamos respuestas muy diversas, pero hay uno que compartirían, seguro: conseguir que los hijos obedezcan a la primera. Lo curioso es que, según Fernando Alberca, conseguirlo es mucho más fácil de lo que creemos. “La desobediencia es algo innato en el ser humano que tiene una identidad nunca antes repetida y no puede seguir a otro sin cuestionarlo, desde el seno materno incluso. Pero también la obediencia es algo natural en quien ama y desea ser amado y feliz”, asegura. Para este experto en educación los padres desconocen a menudo que la desobediencia se educa y se provoca mediante la forma en que se manda lo que se manda. Así, “cuida el volumen de la voz porque a mayor volumen menos se tiende a obedecer, salvo que pretendamos mover en el otro u otra su emoción del miedo y en tal caso obedecerá sólo las primeras veces, para desobedecer mucho más pese al miedo al que se acostumbrará inteligentemente”. También lo que mandamos, las palabras que utilizamos y otros elementos de comunicación no verbal influyen en cómo responden los niños a los padres. Por tanto, “si queremos ser obedecidos hay que aprender a hacerlo con voz baja, mirándole a los ojos, sin repetir lo que se manda, advirtiendo las consecuencias positivas y las negativas, si se obedece o no. Dependiendo del modo de mandar algo, se facilita la obediencia o propicia la desobediencia”, sentencia.
Hablar con adolescentes
¿Es igual hablar a nuestro hijo de 5 años que a un adolescente? Según Fernando Alberca, a partir de los 9 años (atendiendo al criterio de hablarles como si tuvieran dos años más), al niño hay que hablarle como a un adolescente. ¿Y cómo se habla con un adolescente? “El lenguaje cambia totalmente. Hay que explicarle más porqués que para qués y dejar que encuentre sus cómos, sobre todo, en lo importante”. Con un adolescente hay que dar menos explicaciones, menos argumentos y menos ejemplos. Y como en todos los aspectos de la educación hay que enseñarle con nuestra vida, no con nuestros consejos ni con nuestras explicaciones. “Jamás mi padre me dijo que debería ser bueno, trabajar o ser generoso: vi cómo él lo hacía, cómo lo hacía mi madre, y deseé ser como ellos”, señala Alberca.
Artículo publicado en la edición número 68 de la revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España.