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Hidden mothers

Mientras nos retiramos sutilmente de las fotos, también “nos borramos de la memoria de la gente”

Por Isis Barajas

En los albores de la fotografía, se popularizó un modo peculiar de retratar a niños pequeños y bebés. Por entonces, mediados del siglo XIX y comienzos del XX, el tiempo de exposición para hacer una foto era largo, así que era necesario mantener a los niños quietos durante un buen rato para que la imagen no saliera movida. El invento insólito para conseguir esta hazaña era sentar a los pequeños sobre las piernas de sus madres, y para que ellas no aparecieran en la foto se las cubría con telas, mantas o cortinas. Esto dio lugar a un tipo de fotografía extremadamente inquietante llamado Hidden Mother, del que abundan ejemplos en internet.

“No nos reconocemos en las imágenes, no nos vemos lo suficientemente hermosas y nos sometemos a un duro juicio –el nuestro– sin opción a la propia defensa”

Hoy en día las madres seguimos ocultándonos en las fotos. No solo cuando necesitamos hacer una de carnet del bebé y nos agachamos para sujetarle con las manos hasta que suena el clic del obturador, sino que también desaparecemos por decisión propia de las instantáneas familiares. Nos tapamos la cara con una mano para que el objetivo impertinente no nos apunte: “No, hoy no, que estoy sin maquillar”. Nos intimida ser fotografiadas, y hablo en femenino, porque creo que es un mal que acecha sobre todo a las mujeres. De algún modo, no nos reconocemos en las imágenes, no nos vemos lo suficientemente hermosas y nos sometemos a un duro juicio –el nuestro– sin opción a la propia defensa. Y así, como dice la fotógrafa Lupe de la Vallina, mientras nos retiramos sutilmente de las fotos, también “nos borramos de la memoria de la gente”.

Hace un par de años empecé a aficionarme a la fotografía. Hice algunos cursos online para aprender a manejar el modo manual de mi cámara y poder guardar bonitos recuerdos de mi familia. En uno de ellos, la profesora me pidió que me hiciera un autorretrato. Me horrorizó la propuesta, ya que yo soy de las que nunca se ve bien en las fotos: que si esas ojeras permanentes que ningún maquillaje logra ocultar, que si los eccemas que aparecen caprichosamente en mi piel, que si ese pelo rebelde que no consigo domar…

En cambio, aprender a hacerme un autorretrato fue un ejercicio de aceptación. Me obligó a buscar un gesto en el que me sintiera cómoda, me enseñó a mirarme con benevolencia, incluso con amor, y a descubrir aquello que hay hermoso también en mí. El resultado de aquel primer autorretrato es la foto que acompaña esta columna desde hace más de un año.

“Las personas que nos quieren desean vernos en las fotos, en esos recuerdos que nos sobrevivirán en el tiempo”

Contemplamos la belleza en la creación, en las cosas que nos rodean, en aquellos a quienes queremos o incluso en tantas personas ajenas, y, sin embargo, pasamos fugazmente frente al espejo para no ver ese reflejo que tan alejado está de unos cánones de belleza que nos hemos autoimpuesto. Nuestro marido nos dice lo guapas que estamos y pensamos: “Bah, me lo dice porque es él”. Pero no lo dice porque es él, lo dice porque él nos ve desde la mirada del amor. El amor devela la belleza. Las personas que nos quieren desean vernos en las fotos, en esos recuerdos compartidos que nos sobrevivirán en el tiempo y pasarán a otras generaciones. Nadie pensará entonces: “¡Qué arrugas tenía mi madre!”, sino “¡Qué felices fuimos juntos!”.

Hay belleza en la creación. Nosotros no somos un borrón de tinta que a Dios se le escapó cuando decidió darnos la vida. Descubrir nuestra propia belleza (aquella que brota de nuestro interior y que se refleja exteriormente) no es un acto de vanidad, sino de justicia, primero hacia nosotros mismos y, sobre todo, hacia Aquel que con tanto amor nos creó.

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