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Predicar el Apocalipsis

Cuando el creyente deja de esperar, o no sabe a ciencia cierta lo que espera, acaba reduciendo su fe a un código de buena conducta

Por Juan Manuel de Prada / Ilustración María Olguín Mesina

Artículo publicado en la edición número 59 de la revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España.

Se ha impuesto en muchos ámbitos católicos la estrambótica creencia de que el Apocalipsis es un libro ininteligible. Pero resulta grotesco (amén de ilógico) pensar que un libro cuyo título significa “Revelación” esté velado al entendimiento. Y resulta todavía más grotesco pensar que el Apocalipsis es un libro sombrío y desolador en el que solo se relatan calamidades; cuando su finalidad no es otra sino llevar esperanza y consuelo en medio de la tribulación.

Además, el Apocalipsis está contenido de forma abreviada en los Evangelios (Mc 13, Mt 24); y uno de estos pasajes se lee en las iglesias, en la misa del penúltimo domingo del tiempo ordinario. ¡Pero luego, en la predicación, el asunto central de este pasaje evangélico se evita, edulcora y embrolla!  Y lo mismo ocurre con las predicaciones del Adviento, que es el tiempo litúrgico establecido para recordar la primera venida de Cristo y anunciar su segunda; pero de la segunda nada se dice. ¿Por qué?

Podría esgrimirse que la Iglesia ha dejado de predicar tales misterios por prudencia, para evitar una confrontación conflictiva con el racionalismo propio de la época, como los cristianos de los primeros siglos se acogían a la “disciplina del arcano” para evitar las persecuciones de los emperadores romanos. Pero la disciplina del arcano aconsejaba callar sobre determinados puntos del dogma cuando se habla a los incrédulos; no cuando se predicaba o catequizaba a los fieles.

Al dejarse de explicar, en la predicación y en la catequesis, el Apocalipsis, se han desarrollado –también en ámbitos católicos– dos adulteraciones desquiciadas: por un lado, una visión eufórica, que preconiza que la humanidad se perfeccionará, a lomos de un progreso indefinido, hasta instaurar el paraíso en la tierra; y por otro lado, una visión nihilista, que pinta un porvenir de calamidades y hecatombes, al estilo de las distopías de la ciencia ficción. Frente a estas visiones aberrantes –y desesperadas– se alza la visión que nos ofrece el libro de san Juan que, a la vez que nos anuncia los acontecimientos luctuosos que precederán al fin del mundo, nos brinda la esperanza del triunfo final.

En su discurso del Areópago, san Pablo trata de predicar su fe con palabras accesibles a su auditorio. Al principio, su discurso resulta plenamente aceptable para esos hombres, formados en la filosofía griega, pues san Pablo aporta reflexiones en las que paganos y cristianos podían converger sin excesiva discrepancia; pero, llegado el momento, no tiene rebozo en hablar del Juicio Final, piedra de escándalo para sus oyentes, que podían aceptar la inmortalidad del alma, pero no la resurrección de la carne. Y, naturalmente, sus palabras causan entonces rechazo.

Quizá por miedo a ese rechazo y escándalo, por temor a no ser aceptada en un mundo “racionalista”, la Iglesia titubea en su predicación de la Parusía de Cristo; y, tras el titubeo, volver a predicarla resulta cada vez más difícil, pues el espíritu de nuestra época prefiere soslayar cualquier asunto aflictivo (y la gloria de la Parusía vendrá precedida de acontecimientos luctuosos).

Así, despojada de su horizonte escatológico (de su clave de bóveda), la fe acaba desustanciada, porque la fe “es sustancia de lo que se espera”. Y cuando el creyente deja de esperar, o no sabe a ciencia cierta lo que espera, acaba reduciendo su fe a un código de buena conducta, aderezado por una vaga afirmación de trascendencia; y vive con mayor miedo y zozobra, pues la persecución más o menos declarada o sibilina que padece su fe deja de tener un sentido teológico, y no le queda otra solución sino pasar inadvertida hasta que amaine el temporal (que no amainará nunca, mientras el mundo sea mundo), convirtiéndose en una fe encogida, emboscada o inane. Hay que volver a predicar el Apocalipsis.

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