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Quintacolumismo

"¿No cabe la posibilidad de que la posmodernidad también necesite unos principios sacros contra los que rebelarse?"

Por Enrique García-Máiquez / Ilustración Rikki Vélez (@rikkivelez)

A demás de en Misión, que es un oasis, escribo –voz que clama en el desierto– en varios diarios todos los días. Parece, en principio, paradójico practicar, como pretendo, la antimodernidad en el medio moderno por antonomasia, que es el periódico. Que la prensa lo sea no lo digo yo, sino Hegel, que sabía lo suyo del espíritu de los tiempos: “La lectura del periódico es la oración matinal del hombre moderno”.

Esto, por supuesto, tiene una fácil desactivación que sería, sencillamente, hacer la oración matinal antes de abrir el periódico, antes de consultar las páginas de internet de las grandes cabeceras y antes de sumergirse en las bulliciosas redes sociales. Pero hay que reconocerle a Hegel que supo lo que se decía. Para el moderno que irremediablemente somos todos, incluidos, ay, los antimodernos practicantes, no se trata de un reto fácil, por muy simple que suene. La rabiosa actualidad ejerce un magnetismo poderoso que emana de esa urgencia inmanente suya que nos lleva corriendo al smartphone. Si superásemos esa pulsión mañanera, todo lo demás se nos daría por añadidura.

Para ser un auténtico quintacolumnista, el columnista ya tiene medio trabajo hecho (como reza la palabra en el nombre común de su oficio). La definición del quintacolumnista la saben: “El que sirve o ayuda a los intereses contrarios del grupo al que pertenece”; en este caso, su grupo es lo moderno por antonomasia de los medios de comunicación. No solo literalmente lo tiene fácil, sino tácticamente. Basta con hablar de los temas eternos desde detrás de la línea de la vanguardia de la actualidad, boicoteando la importancia que damos a lo que pasa (en los dos sentidos); y de sortear los problemas pasajeros (vertiginoso eslalon) en busca de soluciones eternas.

Egregios ejemplos hemos tenido, empezado con Søren Kierkegaard, que se carcajeaba de los periódicos en los que escribía, hasta llegar a nuestro don José Jiménez Lozano, que se sonreía con una ironía inalterable. Hablando de Kierkegaard me entra una sospecha. Escribió que el protestantismo necesitaba ontológicamente de la Iglesia católica porque contra qué iba a protestar si no. ¿No cabe la posibilidad de que la posmodernidad también necesite unos principios sacros contra los que rebelarse? Tal vez sí, e inconscientemente, por instinto de supervivencia, nos dé espacio a algunos columnistas católicos para que, en estos tiempos en los que la victoria de la modernidad deviene tan aplastante, aguantemos como ateridos atlantes y carcomidas cariátides el peso de nuestra cosmovisión en ruinas contra la que el mundo necesita combatir. Como en una novela de Graham Greene, el espionaje y el contraespionaje se pisarían los talones.

Para escapar de la posibilidad espantosa de estar sosteniendo el debate que la modernidad que enfrentamos necesita para engordarse, están: la poesía, la revista Misión – que la tiene muy clara–, las amistades, el silencio en nuestros cuartos y, sobre todo, la oración matinal, como sabía a sensu contrario Hegel. Solo así podemos dedicarnos luego al quintacolumnismo con la seguridad de no estar trabajando para el enemigo.

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