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Juventud, divino tesoro

Los jóvenes necesitan lo que les falta, como todos. En su caso, habitualmente ideas, sentimientos y principios firmes

Por Enrique García-Máiquez

Yo entiendo muy bien las buenas intenciones, inmejorables; pero no estoy de acuerdo. A bote pronto, por una cuestión de oferta. ¿Para qué van a querer los jóvenes que les demos impostadamente lo que ellos ya traen de suyo? Alguna vez me he pasmado de un extraño efecto óptico. Las mujeres bajitas, las alabadas “dueñas chicas” que decía el sabio Arcipreste de Hita, parecen más bajas con tacones de vértigo. Todavía más indiscutible una paradoja paralela: las personas con “una edad” que visten juveniles resultan mayores. ¿Y qué decir de los que imitan, con varios lustros de retraso, las expresiones adolescentes? Siempre falla el acento, como el que habla una lengua extranjera aprendida de… mayor.

Nuestro deber es ofrecer a la juventud lo mejor que, tras años de estudio, experiencia y esfuerzo, hayamos atisbado, sin miedo a que piensen que tal vez no les interesa

Luego está la cuestión de la demanda. Los jóvenes necesitan lo que les falta, como todos. En su caso, habitualmente ideas, sentimientos y principios firmes, que hayan pasado la prueba del tiempo, que no estén caducados, no, pero tampoco recién salidos del cascarón. En el peor de los casos, los necesitan para enfrentarse a ellos, que también eso es bueno; y en el mejor, y en la mayoría, para poder afirmarse con fundamento. Más que poner posturitas, hay que tener presentes las sabias palabras de Simone Weil: “Lo que hace tan difícil comunicar nuestra cultura no es que sea demasiado alta, sino que no es suficientemente alta. Aplicamos entonces un extraño remedio cuando la rebajamos todavía más antes de distribuirla en pequeñas dosis”.

Cuando hablamos de “juventud, divino tesoro” citamos unos versos preciosos de Rubén Darío escritos desde la nostalgia del que la ha perdido. La auténtica juventud no se considera a sí misma ningún tesoro divino, sino que lo anhela, literalmente. Sueña (despierta o dormida) con algo grande. Nuestro deber es ofrecerle, en la medida de nuestras posibilidades, lo mejor que, tras años de estudio, experiencia y esfuerzo, hayamos atisbado, sin miedo a que, en principio, nos miren sobrepasados o piensen que tal vez no les interesa. No tenemos que caerles bien a toda costa, para eso están sus amigos y colegas.

El juego del equilibrio entre mayores y jóvenes es muy delicado. Cada uno debe dar lo que tiene y lo que el otro no alcanza. Podríamos resumirlo en esta imagen tan hermosa de un deslumbrado Albert Camus, él mismo en la linde entre su juventud y su madurez: “Por la mañana, en Tipasa, el rocío sobre las ruinas. El frescor más joven del mundo sobre lo más antiguo que existe. Esa es mi fe y, en mi opinión, el principio del arte y de la vida”.

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