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La adoración de los magos de Rubens

Venid todos a adorarle

Recomendada en Misión por el director de la National Gallery Gabriele Finaldi, La adoración de los magos de Rubens nos recuerda que el mayor regalo que podemos recibir de Dios es postrarnos ante Él en adoración.

Por Isabel Fernández, presidenta de Nártex

Artículo publicado en la edición número 62 de la revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España.

Pedro Pablo Rubens (1577-1640) fue uno de los artistas más cultos y mejor formados de su época. En su persona se aunaban muchas y muy distintas habilidades e inquietudes, a la par que el éxito y la fama que le acompañaron en sus muchos viajes y le permitieron trabajar para reyes y nobles, aquí y allá.

Su estilo exuberante y dinámico y el uso que hace del color, aprendido de los grandes maestros venecianos, Il Tintoretto y Tiziano, no tienen parangón en la Historia del Arte. Tampoco los portentosos estudios anatómicos que le caracterizan, a medio camino entre los modelos clásicos grecorromanos y otros grandes maestros como Miguel Ángel o Caravaggio. Pero es en su producción religiosa cristiana donde Rubens pone más de sí mismo, de su capacidad de contemplar, meditar y analizar la escena de la mano de la Sagrada Escritura. Con una visión fuertemente introspectiva, es genial creador de grandes composiciones y novedosas iconografías, que sabe adaptar a los contextos donde iban a ser contempladas. Es el caso de La Adoración de los Magos, encargo de la ciudad de Amberes en 1608 para decorar el Salón de los Estados del Ayuntamiento, que iba a acoger la firma de un tratado de paz entre España y las Provincias Unidas. La elección del tema no es por tanto baladí, pues ¿quién podría ser mejor fondo para la firma de un tratado de paz que el Rey de la Paz? ¿Qué mayor mensaje que recordar la importancia de postrarnos ante la majestad de Dios, lo mismo reyes que siervos? La obra, hoy en El Prado, llegó a España de la mano de Rodrigo Calderón, diplomático de la corte de Felipe III, y sería retocada por el mismo Rubens.

La adoración de los magos de Rubens
  1. MARÍA Y JOSÉ. Cobijados por una arquitectura ruinosa de origen clásico, la Virgen María y san José destacan por la sencillez de sus vestidos y de sus personas, en contraste con la riqueza del cortejo que les visita. La Virgen reviste su doliente humanidad, representada por su vestido rojo, con el celeste de su manto; sujeta delicadamente al Niño y no parece estar sorprendida por lo que acontece: ella conoce el origen divino del Mesías y se lo ofrece al mundo. José, siempre discreto y en la sombra, parece confundirse con la arquitectura en el ocre de su manto: su protección trasciende al tiempo. Y mira con asombrados ojos lo que sucede a su alrededor. No comprende, pero confía.
  2. CRISTO, LUZ. El Niño es el único foco que alumbra la escena: de Él parte la luz que ilumina cada gesto, cada personaje, cada alma. Y con tal delicadeza que es imposible no sucumbir a su encanto. Ni la noche sobre las bestias, ni el humo de las antorchas, reminiscencias de la oscuridad e incertidumbre de la que proviene el cortejo en su pasado, enturbian la contemplación y el derramamiento de gracia de quien se postra ante el Señor.
  3. MANSA SABIDURÍA. En tropel llegan los Reyes con su pomposo séquito de ricas telas y relucientes joyas, de intenso colorido y minuciosidad en los detalles exóticos: a Cristo se puede llegar desde cualquier lugar y condición. Gaspar se arrodilla ante el Niño y le ofrece su presente; Baltasar y Melchor muestran gestos perplejos ante el pequeño al que han ido a adorar. Es el asombro de unos sabios que, tras meses de camino detrás de una estrella esperando adorar a un gran rey, llegan a un pobre pesebre donde les espera tan enorme Misterio. Dios siempre sorprende desde la humildad, y la verdadera sabiduría se adquiere al plegarse mansamente ante el Manso de corazón.
  4. VENID, PECADORES. Dos figuras semidesnudas en primer plano destacan de entre todos, con sus miguelangelescos y hercúleos cuerpos. Una de ellas esconde su rostro y arrastra con gran esfuerzo un saco, mientras la otra porta un baúl haciendo un esfuerzo evidente, y mira al espectador con gesto interrogativo. Estos personajes coinciden con algunas iconografías clásicas de los grandes condenados del infierno, y representan el peso del pecado que nos hace arrastrarnos y sufrir, y que Cristo ha venido a redimir, así como a los pecadores a los que viene a salvar. Con una maestría singular, Rubens nos habla así de la universalidad de la redención: todo pecado está redimido, queda ya perdonado. Basta con reconocer a Dios encarnado en Cristo, y postrar nuestra nada ante Él.
  5. CORTEJO ASOMBRADO. Los reyes no son los únicos perplejos. Un cortejo de todas las edades y naciones, e incluso ángeles, mira la escena asombrado, extrañado, maravillado o escéptico, en una multitud de gestos que representan las distintas reacciones de los hombres al ponerse delante del milagro de la Encarnación.
  6. RUBENS, ADORADOR. El propio artista se autorretrata vestido de terciopelo púrpura, en el lado superior derecho del cuadro, como encaramado en un alto para ver, igual que Zaqueo. El aún joven pintor dirige su mirada sin estupor hacia la preciosa criatura que está en manos de María. Sin complejos y con firme determinación, mira a ese Dios hecho Niño, al que ha venido a adorar. Y si el autor adora a Cristo, ¿por qué no también el espectador?

Artículo publicado en la edición número 62 de la revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España.

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