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La hora de las preocupaciones, por Isis Barajas

“Las preocupaciones e incertidumbres son las pesadillas de los mayores”

Artículo publicado en la edición número 60 de la revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España.

Por Isis Barajas / Ilustración: María Olguín

Eran las tres de la madrugada cuando mi hija de 9 años se asomó a nuestra puerta. Temblando, nos dijo que tenía una pesadilla y que, por mucho que lo intentaba, no lograba quitársela de la cabeza. Como tantas veces hacemos con los pequeños, le abrimos un hueco en la cama y se acostó entre nosotros. Me agarró la mano y a los pocos minutos estaba dormida.

Una hora después se repitió la escena. Esta vez era el de tres años quien lloraba asustado “hecho un ovillo”  en una esquina de su cama. Logré que se tumbara y me acosté a su lado. Me agarró él también la mano y a los pocos minutos estaba dormido.

Cuando regresé yo a mi cama (que seguía ocupada por la primera) ya no conseguí dormirme. Las preocupaciones e incertidumbres son las pesadillas de los mayores. Vienen como fantasmas en la noche, se avivan en la oscuridad y nos van rondando una y otra vez impidiéndonos conciliar el sueño.

En la negrura de la noche intento resolver esos problemas que me acechan y me desbordan. Lo hago convencida de que en un rincón aún sin explorar de mi cabeza se halla la solución perfecta a lo que tanto me preocupa. Rebusco entre mis pensamientos, desarrollo hipótesis y anticipo escenarios deseables, como si en ese dar vueltas sobre lo mismo pudiera hacerme con el control de la situación.

Pero no es así. El devenir de pensamientos agita mi alma y, como el niño, solo anhelo encontrar esa mano a la que asirme en la oscuridad para volver a dormir sin miedo. Dice el padre Jacques Philippe que  “las razones por las que perdemos la paz son siempre malas razones” (La paz interior, Rialp).

Y es que las preocupaciones son en el fondo una falta de confianza. No en nosotros, sino en ese Padre bueno que está dispuesto a dejarnos un hueco en su cama para acogernos por la noche.

“Este es nuestro gran drama –añade Philippe–: el hombre no tiene confianza en Dios, y entonces, en lugar de abandonarse en las manos dulces y seguras de su Padre del Cielo, busca por todos los medios arreglárselas con sus propias fuerzas, haciéndose así terriblemente desgraciado”. Nos han repetido tantas veces eso de “si quieres, puedes”  o  “confía en ti mismo” , que hemos ido sacando de la ecuación de nuestra vida al Único que realmente puede y es digno de confianza. “Reza, espera, y no te preocupes”, diría el padre Pío de Pietrelcina.

En una de las numerosas revelaciones que santa Faustina Kowalska reseñó en su diario, Cristo le habló con claridad:  “La desconfianza de las almas desgarra mis entrañas. Aún más me duele la desconfianza de las almas elegidas; a pesar de mi amor inagotable, no confían en mí”. La mayor alegría de santa Teresa de Lisieux fue, precisamente, descubrir que el  “caminito”  más recto y más corto hacia el Cielo era empequeñecerse cada vez más para elevarse en los propios brazos de Jesús.

Abandonarme al sueño arremolinada junto al Padre es reconocer que hay cosas, la mayoría, que no dependen de mis razonamientos o capacidades. Es dejar de darme una potestad que no me corresponde, y convencerme al fin de que puede haber un plan de amor para mí mucho mejor de lo que yo alcanzo a programar en mi cabeza. Confiar es hacerme pequeña, es sentirme de nuevo hija, y así, por fin, empezar a descansar agarrada a la mano de mi Padre. 

“En paz me acuesto y en seguida me duermo, pues tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo” (Salmo 4). 

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