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Literatura feminista

"Para encontrar mujeres en la literatura que resplandezcan como verdaderos tipos humanos hay que huir de la llamada 'literatura feminista'"

Por Juan Manuel de Prada / Ilustración Rikki Vélez

Desde hace algunos años se encumbra con mucha fanfarria sistémica la llamada “literatura feminista”, que según nos dicen es “la literatura escrita por mujeres y protagonizada por mujeres” que versa sobre “las preocupaciones de las mujeres”. O sea, que la llamada “literatura feminista” es algo así como una literatura de secta o aldea. A nadie en su sano juicio se le ocurriría ponderar, yo qué sé, una literatura escrita por testigos de Jehová y protagonizada por testigos de Jehová que versase sobre las preocupaciones de los testigos de Jehová; salvo, naturalmente, que en tales preocupaciones descubriéramos un trasunto de las preocupaciones ancestrales del espíritu, salvo que en tales protagonistas descubriéramos rasgos humanos universales, salvo que tales escritores brillasen, en definitiva, por sus cualidades literarias. Pero ocurre que la llamada “literatura feminista” no es ponderada por su vocación de universalidad, sino más bien por lo contrario; esto es, por su vocación sectaria o aldeana.

Nunca nos encontramos con mujeres de carne y hueso, sino con perchas o armazones donde se cuelgan, a modo de escarapelas o medallones, los paradigmas de una ideología monstruosa

Decía Chesterton que feminista es alguien a quien no le gustan las principales características femeninas; y que, en su afán por negarlas, se inventa un prototipo femenino artificioso que se acomode a sus manías ideológicas. Y así sucede con la llamada “literatura feminista”, donde nunca nos encontramos con mujeres de carne y hueso, sino con perchas o armazones donde se cuelgan, a modo de escarapelas o medallones, los paradigmas de una ideología monstruosa. Y tales perchas o armazones, que hoy la crítica sistémica bendice como el no va más de la feminidad rampante, no serán sino estantiguas de otra época, esqueletos raídos de mujeres que nunca lo fueron, o que lo fueron sin saber que lo eran, lo cual es aún más triste.

Así que para encontrar mujeres en la literatura que resplandezcan como verdaderos tipos humanos hay que huir como de la peste de la llamada “literatura feminista”. Tipos femeninos de primera magnitud, despojados de cochambres ideológicas, con toda la finura introspectiva y la hermosa audacia ante la vida que caracteriza a la mujer, los hallamos en Cervantes, en Tolstoi, en Henry James, que –¡vaya por Dios!– ni siquiera eran mujeres; también, por cierto, en Emily Brönte o en Jane Austen, que aunque no eran hombres miraban a las mujeres con curiosidad y fenomenal escándalo, que es como los verdaderos escritores miran la vida que se despliega en su derredor. Los escritores y las escritoras sistémicos y sistémicas (el lenguaje inclusivo que no falte) miran la vida con las anteojeras ideológicas; y así les salen unos personajes como de invernadero, anémicos de vida, más empachados de doctrina que un manual de Educación para la Ciudadanía.

Donde Tolstoi, Brönte o Henry James nos mostraban mujeres que eran como torres con muchas ventanas, la “literatura feminista” nos muestra mujeres tapiadas, mujeres como cárceles subterráneas

La llamada “literatura feminista” será contemplada en el futuro como un caso clínico de monomanía. Pues de monomaníaca hay que calificar esa obsesión por convertir a la mujer en un prototipo ideológico, privándola de su natural riqueza. El feminismo decidió que la mujer estaba sometida a una feroz tiranía; pero, en lugar de destruir la tiranía, se propuso destruir a la mujer. Y la llamada “literatura femenina” es algo así como la crónica minuciosa de dicha destrucción: donde Tolstoi, Brönte o Henry James nos mostraban mujeres que eran como torres con muchas ventanas, la “literatura feminista” nos muestra mujeres tapiadas, mujeres como cárceles subterráneas, erizadas de desconfianzas, autosuficientes, competitivas, en eterna pugna con el macho, a quien se han propuesto domeñar. La llamada “literatura feminista” promete hablarnos de mujeres que al fin son “libres y dueñas de su destino”; pero deslizamos la mirada sobre su prosa mazorral y solo oímos el arrastrar de cadenas.

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