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María Martínez, enfermera conversa: “Hasta el último día proclamaré la verdad sobre la peste del aborto”

Tenía un vacío que intentaba llenar con escapadas a la montaña y con dosis de budismo. Llegó a desear morir. Pero Dios tenía un plan

Por Blanca Ruiz Antón / Fotografía Dani García

María, en realidad, se llamaba Amaya hasta que Jesús se le manifestó de la mano de las Misioneras de la Caridad que viven en el Himalaya. Su cambio de vida ha sido tan radical que para ese comenzar de cero quiso recibir un nombre nuevo.

Amaya trabajaba practicando abortos en uno de los abortorios de mayor fama de Bilbao, acompañando a las mujeres para que no se echaran atrás. Además de darles calmantes cuando empezaban a temblar o mostraban visos de arrepentirse, ella era la responsable de deshacerse de los restos del bebé abortado en un triturador. En una ocasión, vio el pie de un bebé, aunque ella siempre había pensado que los restos que tiraba “solo eran coágulos de sangre”. “Pregunté a una compañera si había visto bien, si eso era un pie, y me dijo: ‘Si quieres este trabajo, eso es un coágulo’”.

María reconoce que “gozaba de todo lo que había soñado tener”. Sin embargo, tenía un “grandísimo vacío que intentaba llenar” con escapadas a la montaña y coqueteando con el budismo. Aunque había empezado a trabajar en el abortorio “porque era donde más dinero podía ganar como enfermera”, acabó dejando el trabajo para montar una clínica de fisioterapia. Un día, tras casi dos décadas de matrimonio, su marido la dejó. El golpe fue tan fuerte que pensó en suicidarse. En ese momento, un amigo nepalí la llamó para pedirle que fuese como voluntaria a Nepal, para ayudar a los afectados en el terremoto de 2017. Buscaban personal sanitario preparado para la alta montaña, así que viajó al Himalaya como budista… y con la intención de morir de un modo altruista: “Pensaba dar un traspié –confiesa– y acabar con mi vida”.

“Él me mostró que en eso consiste la misericordia: solo importa lo que suceda de ahora en adelante juntos”

Pero Dios tenía otro plan. En el Himalaya, en un cruce de caminos, se topó con las Misioneras de la Caridad. Una de ellas se dirigió hacia ella sin mediar palabra y la invitó a su casa. Amaya no le hizo caso, pero no pudo dormir esa noche pensando en la religiosa. Finalmente, y con no pocas peripecias, acudió a primera hora de la mañana y las Misioneras le invitaron a la misa. Aunque les dijo que debía tratarse de un error (“era ateísta practicante, feminista radical y odiaba a la Iglesia”), accedió a entrar, hasta que la religiosa le aclarase qué quería de ella.

A los pocos minutos de comenzar la Eucaristía, Amaya escuchó una voz que le decía: “Bienvenida a casa”. “Pensé que la altitud me había afectado. Pero volví a escuchar: ‘Bienvenida a casa, cuánto has tardado en amarme’. Y supe que tenía que mirar a la cruz de Cristo. Caí de rodillas en el suelo, puse mi frente en la alfombra y lloré por la tristeza de haberme alejado del amor de mi Padre, mientras sentía una inmensa alegría al experimentar la misericordia de Dios”.

Una mujer nueva

Durante esa oración, vio imágenes de muchos momentos de su vida en los que había echado al Señor de su vida, “pero en mi corazón solamente había paz, como nunca antes la había sentido, y me supe perdonada, amada, bendecida y resucitada”. “No importaba lo que hubiera sucedido antes. Cristo me mostró que en eso consiste la misericordia: ‘Solo importa lo que suceda de ahora en adelante, juntos’. Cogí su mano y abrí los ojos. Cuando levanté la frente del suelo, era otra”. Habían pasado tres horas, “que para mí habían sido décimas de segundo”.

En ese tiempo, “las nueve hermanas habían estado a mi lado orando, conscientes de lo que me sucedía. Al acabar, ellas me dijeron que a partir de ese momento me llamaría María: la mujer de la espera en el amor, en la fe y en la esperanza”, relata.

María se quedó cuatro meses como fisioterapeuta con las Misioneras de la Caridad “y a cambio ellas me ayudaban a sanar mi corazón”. Cuando su visado expiró, volvió a España con una carta donde las Misioneras de la Caridad le pedían que no permitiera que nadie le robara lo que había vivido: “Te dirán que es un duelo mal llevado, o la enajenación de la altitud, y que en realidad no fue así, como nosotras lo vivimos a tu lado”.

“A la vuelta pensé: ‘Qué bien, Señor, vamos a vivir la vida Tú y yo’. Pero Él me dijo que ya no estaba en el mundo para lo que yo pensaba. Fue un cambio de mentalidad radical. Y también un tiempo de purificación… Acepté la voluntad de Dios en obediencia, docilidad y en mucha oración. Así pasé los primeros meses tras mi regreso”.

“Lloré mucho. Pensé pedir la nulidad de mi matrimonio y ‘rehacer’ mi vida. Pero el Señor me hizo ver que ese no es su deseo”. El cambio fue tal, que de todas sus amistades anteriores solo conserva una… y a sus padres. “A ellos les costó muchísimo, porque estaban muy lejos de la Iglesia, pero comencé a rezar intensamente por ellos. Le dije al Señor que comenzara con ellos. Recé durante meses y era como si el Señor me preguntara: ‘¿Qué quieres más: tu vida anterior, a tus padres, o a Mí?’. Cuando respondí que a Él, Él lo hizo todo. Mi madre ahora va a misa todos los días. Por eso es tan importante confiar en Dios: cuando uno cree y se abandona, Él hace las cosas”, explica a Misión.

Testimonio viral

María entendió que cuanto había vivido era tan fuerte que no podía volver a la fisioterapia, sin más. Tenía que contar lo que le había sucedido. La primera vez que dio su testimonio fue en la diócesis de San Sebastián. El vídeo que se grabó ese día, explica, “Dios lo tocó y lo hizo viral”. Hoy acumula más de 600.000 visualizaciones en YouTube.

Desde entonces, su camino no ha sido sencillo, porque ha sufrido la persecución de la clínica en la que trabajó, aunque asegura no tener miedo porque sabe “de Quién va de la mano”. Y añade: “Hasta el último de mis días, proclamaré la verdad sobre la peste del aborto y del divorcio”.

Cada vez que María acude a contar su historia, permanece una media de cuatro horas para atender a las personas que quieren hablar con ella. Y cuando le preguntamos por los frutos de su testimonio, comenta, por ejemplo, cómo “una mujer me contó que después de haber abandonado a su familia, había decidido volver a casa; un seminarista que pensaba abandonar el seminario me dijo que se reencontró con Dios… y así muchísimos”. Y concluye: “Yo puedo ser la piedra que lanzó David contra Goliat, en esta batalla que trata, al fin y al cabo, de la salvación del mundo”.

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