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Palabrotas

“Toda degradación individual o nacional viene inmediatamente anunciada por una degradación rigurosamente proporcional del lenguaje”

Por Enrique García-Máiquez

Hace varios números escribí un “punto sobre la i” en el que contaba cómo, en mi trabajo, algunos compañeros, cuando se les escapa una palabrota, recuerdan que soy católico a machamartillo, y se desdicen rápidamente: “Ups, perdona”. Les digo que no importa y no me importa. Pero luego usan expresiones como el “Aquí no estudia ni Dios”, que me ponen de inmediato a pensar en la omnipresencia divina; o dicen “hostia”, y me hincan por dentro de rodillas en adoración al Sagrado Sacramento.

Fue gracioso, porque Misión llega a todas partes y la que más lo decía lo leyó y se identificó y vino corriendo a comentármelo. Yo le di permiso para decir “gilipollas” las veces que quisiera y le expliqué lo otro, que se le sigue escapando, pero menos. Hay otra cosa que también se dice sin darse cuenta, pero con la que pego un respingo mayor, si cabe. Es cuando señores de mucho mundo explican que ellos, si el negocio o el trabajo lo exigen, hacen lo que sea y rematan gráficamente, satisfechos: “Es que soy muy puta”.

Si nunca lo habían oído, discúlpenme; y les envidio la suerte. Me espanta no solo por el machismo rampante, que puede ser apenas lingüístico, aunque es muy feo. Creo que a los más desfavorecidos hay que mentarlos con delicadeza extrema. También me afecta la facilidad con que, en los ambientes selectos, se introducen expresiones y modos tan chabacanos. El conde de Maistre advirtió que “toda degradación individual o nacional viene inmediatamente anunciada por una degradación rigurosamente proporcional del lenguaje”. Pero sobre todo me preocupa la literalidad de la metáfora.

Quiero decir, que quienes lo dicen, que con casi toda seguridad jamás ofenderían a ninguna mujer, confiesan que están dispuestos a vender lo más valioso de sí mismos, ya sea su deontología o sus reparos intelectuales. Quienes hayan caído en las redes de la prostitución tendrán sin duda muchas más eximentes y atenuantes por su vida o circunstancias que quienes, tan a la ligera y sin pensar en ofender a nadie, las usan como término de comparación. Con todo, no hay mal que por bien no venga, y esa expresión da una señal de alarma. Del mismo modo que aquellas microblasfemias involuntarias servían para ponernos a rezar, esta macrobarbaridad nos tiene que poner a considerar el ambiente de trabajo que nos rodea.

Como es lógico, tenemos que hacer muchas cosas que no nos entusiasman o que haríamos de manera diferente o con un procedimiento distinto del que nos exigen el jefe, el mercado o las coyunturas. Eso es parte del sudor de la frente que hemos heredado del Génesis. Hay, sin embargo, un núcleo duro de dignidad personal con el que no podemos negociar: cada cual sabe cuál es. Quizá la feísima expresión de la desafortunada frase nos auxilie, al fin y al cabo, porque nos recuerda, con un tirón de piedad y con otro de escándalo, lo mucho que nos jugamos con nuestra integridad profesional.

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