Por Enrique García-Máiquez / Ilustración Emilia Armijo
Soy muy perruno, como saben mis pacientes seguidores de las redes sociales, que han asistido a la crianza al minuto de los seis cachorros de mi perra Aspa. No huyan, que no vengo a contarles el parto. Resulta que de los perros también se sacan muy provechosas lecciones para la vida espiritual. Los dominicos escogieron al can como emblema de su fidelidad con un hermoso juego de palabra: dominicanos, Domini canes, los perros del Señor. San Roque, por su parte, pudo demostrar su espíritu caritativo con su celebérrimo perro, al que recogió a pesar de que Ramón Ramírez, por lo relatado, le había recortado a ras el rabo.
Los perros dan mucho al hombre. Le recuerdan su propia dignidad inalienable. Un perro ama a su dueño sin condiciones con una devoción incondicional. Los mendigos y los sin techo tienen en sus perrillos el fiel indicador de su altísimo valor como seres únicos. Contaba Emmanuel Lévinas que, cuando estaba en un campo de concentración nazi, un perrillo, al que llamaron Bobby, los escogió como dueños a él y a sus desarrapados compañeros de infortunio e iba con ellos a los trabajos forzados moviendo el rabito, saltando. Era el último kantiano de Alemania. Les sostuvo contra la desesperanza y la humillación.
La última lección que me han dado los perros tiene que ver con la libertad. De siempre supe que hay algo indigno en llevar a tu perro con una correa. Lo señorial es pasear y que tu perro vaya a tu lado, motu proprio, orgulloso de acompañarte, como Bobby a Lévinas. Lo sé por decepción propia porque a Aspa, tan buena en casa, tengo que llevarla atada no se le vaya a cruzar un gato o cualquier rastro y salga escopetada. La sangre cazadora de los teckel es de gatillo fácil. Mi cuñado, que es más elegante que yo, me insiste en que él jamás pasearía con un perro con correa.
Dios está con mi cuñado y, fijándose uno en los perros, le entiende. Nos deja libertad a nosotros porque sabe que lo señorial es ser amado por ser Él quien es, y no porque nos ate en corto. Dios no se rebaja a amarrarnos.
A veces uno le rogaría: “Venga, échame un collar, que no me fío de la libertad que me regalas y me puede arrastrar el instinto…”. Pero así no vale ni Él quiere.
Yo he visto que a Aspa se la puede llevar suelta si la vas mirando fijamente, porque entonces, sabiéndose bajo mi mirada, es mansa y buenísima, para solaz de gatos, ratas y perdices. Lo malo es que me distraigo –sobre todo si paseo con mi mujer–, pierdo un segundo el contacto visual y, ay, de las palomas, en un instante.
De su mirada, sin embargo, Dios sí nos sostiene, encantado. Y así se conjuga todo: Él me da mi libertad sin cadenas y yo tengo mi sujeción a su voluntad y los dos nuestro cariño sin correas. Lo que funciona es la mirada.