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Wodehouse lectura

Wodehouse…

Las novelas de humor son un subgénero muy serio, en el que se cuentan clásicos como el mismísimo don Quijote...

Por Enrique García-Máiquez/ Ilustración: Rikki Vélez

Artículo publicado en la edición número 64 de la revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España.

Las novelas de humor son un subgénero muy serio, en el que se cuentan clásicos como el mismísimo don Quijote o su sobrino británico, el Pickwick de Dickens. Es raro que aún haya quien identifique el humor como una categoría inferior, con la tradición que tiene y la falta que nos hace. 

El Amadís de Gaula de mis lecturas quijotescas adolescentes fueron las novelas de P. G. Wodehouse. Tras leerlas de claro en claro y de turbio en turbio salí a los caminos de la Mancha de la vida dispuesto con todas mis fuerzas a vivir en una buena comedia. Puede que las cosas luego no me hayan salido tan graciosas, pero me he reído bastante en el interín emulativo. Además, P. G. Wodehouse es una de las mejores puertas a la literatura cómica y, también, un gran educador del propio sentido del humor.

Por eso, aunque la cultura popular lo perciba como un autor secundario, los mejores escritores y críticos lo han tenido siempre en la más alta estima. Lo han puesto por las nubes, entre otros, Orson Welles, Hilaire Belloc, Stephen Spender, el nobel T. S. Eliot y Ewelyn Waugh, que lo conocía con el epíteto homérico de  “el maestro”. Sir Iain Moncreiffe recuerda la reacción de su profesor T. H. White, autor de La espada en la piedra:  “Una mañana, Tim White entró en nuestra hermosa aula georgiana y anunció: Ayer murió G. K. Chesterton. Hoy el gran maestro vivo de la lengua inglesa es P. G. Wodehouse”. El gran filósofo Rémi Brague ha dicho de Wodehouse que es  “uno de los pensadores más profundos del siglo xx”. ¿Lo dice en broma? Por supuesto, pero completamente en serio.

No ha de extrañarnos. Wodehouse se inserta en la tradición venerable del humor inglés que nos legaron Chaucer y Shakespeare, y que supieron heredar una sutil Jane Austen y un Oscar Wilde hilarante. Wodehouse no queda atrás. ¿Qué leerle? Hay quien prefiere los archifamosos relatos (tienen serie televisiva) del mayordomo Jeeves. O las historias ambientadas en el castillo Blandings (también con serie). Mis preferidos son, por razones biográficas, la novela Guapo, rico y distinguido y los cuentos de Dieciocho hoyos; pero con ningún título te equivocas.

P. G. posee una prosa literaria de enorme plasticidad, tan eficaz que, de pura gracia, puede pasar desapercibida. Tiene un don para los aforismos redondos. Véanse: “La tendencia humana a meter el dedo en la llaga es universal”; “Como tantos actos imprudentes, había parecido una buena idea en su momento”; “Hablemos de algún tema trascendente. Esa brillante invitación tuvo el efecto que suele: exterminó la conversación completamente”. Terminaré, me temo, con un tema trascendente. En el mundo de Wodehouse brilla la bondad intrínseca de los personajes. Ratcliffe, editor de su correspondencia, considera que era esa raíz moral la que daba como fruto su humor. El escritor la compartía: “La mención de las penalidades era, para él, lo peor en mala educación. En tiempos de crisis, la alegría era una virtud vital, incluso patriótica”. El poeta Auden observó que las historias de P. G. Wodehouse parecen suceder en un mundo ajeno al pecado original. Yo no diría tanto, pero sí que leerle tiene un efecto redentor en el espíritu.  

…Y otros animales
Una vez que uno ha aprendido a reírse y, todavía más, ha entendido el valor moral de la risa, toda literatura humorística es poca. Por suerte, la hay en grandes cantidades y para todos los matices del humor. Mi último deslumbramiento es El libro de la señorita Buncle de D. E. Stevenson. Pero cómo olvidar otro de mis primeros descubrimientos, allá en la lejana preadolescencia: Mi familia y otros animales, de Gerald Durrell, puesto ahora felizmente de moda por una serie también aconsejable. No todo es humor inglés, que el ibérico también es de pata negra. La venganza de don Mendo es ya un clásico. Don Adolfo el libertino de Miquelarena es una joya escondida, como Muerte de dama, maravilla de Lorenzo Villalonga, con tonalidades más graves, pero igualmente desternillante. La tesis de Nancy de R. J. Sender tuvo su tiempo, pero el humor es el mejor conservante de la literatura. Si no quiere renunciar a nada: ni a la profundidad ni al lirismo ni a la preocupación social ni a los otros animales ni, por supuesto, al humor, Wenceslao Fernández-Flórez y El bosque animado

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