La revista más leída por las familias católicas de España

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La santidad de dos en dos: la vida de Tomás Alvira y Paquita Domínguez

El pasado domingo 4 de febrero fallecía el filósofo Rafael Alvira. Como homenaje, rescatamos la entrevista que le hicimos en la que nos hablaba de sus padres, Tomás Alvira y Paquita Domínguez, un matrimonio español actualmente en proceso de beatificación.

Por Isabel Molina Estrada / Fotografía Dani García

María y Luigi Beltrame Quattrochi fueron el primer matrimonio en llegar juntos a los altares. En su beatificación, en marzo de 2001, san Juan Pablo II quiso confirmar de este modo que el matrimonio es un camino de santidad “posible, hermoso y extraordinariamente fecundo, y es fundamental para el bien de la familia, de la Iglesia y de la sociedad” .

En octubre de 2015, el Papa Francisco proclamó santos al unísono a los padres de santa Teresita de Lisieux: Celia y Luis Martin. Hay otros matrimonios camino de los altares, como el de los padres del propio san Juan Pablo II: Emilia y Karol Wojtyla. Y esta “nueva forma” de santidad de dos en dos no es ajena a España. Ya tenemos a los esposos san Isidro y santa María de la Cabeza, aunque su caso fueron canonizados de forma independiente. Tomás Alvira y Paquita Domínguez podrían llegar a ser el primer matrimonio santo español. Tras su muerte (él falleció en 1992 y ella en 1994) su causa de beatificación está en Roma en la fase final, con un gran volumen de personas que aseguran haber recibido gracias por su intercesión.

“No sabemos en qué punto está el proceso, pero sí que están cerca de terminarlo”, explican para Misión dos de sus hijos, Rafael y Pilar Alvira Domínguez. Nos reciben en la casa del madrileño barrio de Salamanca a la que llegaron sus padres en 1941, cuando se trasladaron de Zaragoza a la capital. Ya no vive nadie en ella, sin embargo, los ocho hijos –fueron nueve en total, pero el mayor, José María, murió con solo cinco años– decidieron preservar la vivienda en la que guardan recuerdos entrañables y pertenencias de incalculable valor espiritual. Podríamos haber hablado con cualquiera de los ocho (Teresa, Rafael, Pilar, Nieves, Marian, Tomás, María Isabel y Concha), pero es el tercero, el filósofo Rafael Alvira, quien toma la palabra.

Los hermanos Pilar y Rafael Alvira Domínguez posan para Misión en la casa de sus padres en el barrio de Salamanca.

Gracias por querer hablarnos de sus padres. ¿Por qué lo hace?

Al principio, cuando se abrió el proceso de beatificación de mis padres me daba vergüenza hablar de ellos, pero ya me han hecho hablar tantas veces que se me ha pasado la vergüenza. Lo hago también, lógicamente, porque me gusta que ellos sean conocidos. Mucha gente me ha dicho que su ejemplo le ayuda. La forma como he vivido desde que nací me parecía lo normal, pero luego he ido viendo que hay detalles en la vida de mis padres que no son lo habitual. Lo más difícil es hacer fácil lo que implica trabajo y sabiduría.

¿Por ejemplo?

En una entrevista que le hicieron a mi madre para una revista femenina le preguntaron: “¿Usted trabaja?”. Ella no trabajaba por un sueldo fuera de casa, pero cuando nosotros nos íbamos al colegio salía para ayudar en muchas iniciativas. Entonces ella respondió: “Salgo a prestar ayudas, y luego me doy prisa para estar siempre en casa cuando llegan mis hijos y poder darles un beso al entrar”. Cuando lo leí entendí el significado de los pequeños detalles en la vida de una persona…

¿A eso se refiere con los detalles que implican trabajo y sabiduría?

Sí. Recuerdo que una vez me invitaron a un congreso de Filosofía, y al terminar las sesiones, un grupo de profesores fuimos a tomar un aperitivo antes de la cena. Una profesora contó la historia de un “niño llave”. Yo nunca había oído esta expresión. Explicó que el padre y la madre de aquel niño trabajaban fuera de casa, en sitios lejanos. Entonces el niño volvía del colegio, abría la puerta y esperaba a que llegaran sus padres, que a veces tardaban. Para que no perdiera la llave se la colgaban alrededor del cuello. Luego escuché a un amigo contar que él había sido uno de esos niños llave y que nunca lo había podido olvidar. Entonces me acordé de las palabras de mi madre en aquella entrevista, y me di cuenta de que, al volver a casa, yo siempre había sido recibido con un beso de mi madre. Y al igual que nos esperaba a nosotros en la puerta, esperaba a mi padre todos los días para darle un beso.

Rebobinemos la película. ¿Cómo se conocieron sus padres?

Fue en 1926. Mi abuelo era el director del colegio público en el que estudiaba mi madre. Organizó un viaje de estudios a Barcelona con alumnos del colegio, y le pidió a su hijo mayor, mi padre, que lo acompañara. En el tren, mi padre vio a una señorita… Él tenía 20 años y mi madre 14. Fue un flechazo total. Tuvieron que pasar 13 años hasta que pudieron casarse. Mi padre se vino a Madrid con 30 años a hacer unas oposiciones. En 1936 hizo las oposiciones con la idea de volver a Zaragoza para casarse. El mismo día que las aprobó, estalló la Guerra Civil. Mi padre no puede salir ya de Madrid.  La Guerra Civil termina el 1 de abril del 39 y ellos se casan el 16 de junio. Esperan dos meses y medio para poder casarse en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Él tenía 33 años y ella 27.

Retrato de los Alvira Domínguez en el salón de su casa.

Una chica que trabajó para sus padres cuenta en el documental Los Alvira: juntos hacia el Cielo que ella habría pagado por trabajar en su casa. Y uno de sus hermanos en otra ocasión dijo que se estaba tan bien en su casa que a todos les apetecía llegar. ¿Cómo era ese ambiente que se respiraba allí?

Un espíritu de hogar amable y abierto. Mis padres tenían un gran amor a la libertad. Al mismo tiempo, en casa te sentías seguro y querido. Porque hay hogares buenos, pero rígidos. Y hogares que dan mucha libertad, pero poco calor de amor. A todos los hermanos nos preguntaron después de que ellos murieran: “¿Qué pensáis de vuestros padres?”. Y todos contestamos lo mismo, por separado: “Respetaron mi libertad”. Nos orientaban con su ejemplo y su palabra a cada uno, pero nunca nos empujaron a tomar una u otra decisión. Cuando no convenía a hacer una cosa, te explicaban por qué no deberías hacerlo, pero tú notabas que te lo decía porque te querían, no porque estuvieran enfadados. Ellos vivían eso que decía san Josémaría: “No reprendas cuando estés enfadado, deja que se te pase el enfado y entonces reprendes”. Y si habías hecho algo mal te lo decían en privado, con mucha serenidad, y explicándote por qué aquello no estaba bien y por qué no era bueno para ti. 

Sus hermanos han asegurado que por el modo en que sus padres se miraban todos los hijos querían imitarles. ¿Qué hacía tan contagiosa esa mirada?

El cariño que se tenían era evidente y creciente. No me acuerdo nunca de verlos reñir delante de nosotros. Habían aprendido de san Josemaría –los dos pertenecieron al Opus Dei– que es normal que los matrimonios riñan alguna vez, pero lo importante es que riñan sin maltrato, que dure poco el enfado y que nunca lo hagan delante de los hijos. Recuerdo una vez que estábamos veraneando en el pueblo, y mi padre me pidió venirme con él a Madrid. Yo tendría 13 años. Al cabo de dos días apareció mi madre. Ahí me di cuenta de que habían tenido un momento de tensión porque vi la escena más romántica que recuerdo de ellos. Me impresiona notar hasta qué punto se respetaban y se querían. Durante años mantuvieron reservada una tarde a la semana para salir juntos.

¿Una cita semanal?

Sí, creo que los miércoles. Cenaban juntos y luego se iban al teatro, al cine o a pasear. Cuando éramos pequeños mi tía se quedaba cuidándonos. Pero al hacernos mayores, ellos ya no salían tanto. Mi padre me dijo un día: “Cuando estamos en casa juntos tu madre y yo no nos hace falta nada más”.

Dice que su amor fue creciente. ¿Eso en qué se notaba?

Con los años, tenían la misma ilusión que cuando se casaron, pero se querían mucho más que entonces. Una vez una hermana mía le hizo una broma a mi padre, ya de mayor: “Con tantos años como lleváis de casados, seguramente ya no te interesará mamá”. Él perdió el color del rosto, y contestó: “La quiero cada día más. Muchísimo más que cuando éramos novios”.

Mensaje de Tomás a Paquita en su 80 cumpleaños: “¡80 años! Sin ti, sin tu ayuda callada, no hubiera llegado a esta edad en plena juventud. Al mirar hoy hacia atrás -sólo por un momento- te veo a ti y a nuestros nueve hijos. ¡Cuánta felicidad nos ha dado Dios! Gracias, Paquita. Un abrazo, Tomás”.

¿Conservan ustedes los hijos la correspondencia que ellos intercambiaron?

Mis hermanas han encontrado cartas de mi padre a mi madre. Yo no las he leído, pero ellas dicen que son tremendamente románticas. Mi madre era menos explosiva en su amor, pero tenía una sonrisa tumbativa.

Además de la libertad y del amor, ¿qué otra virtud marcó su forma de educar?

El espíritu de pobreza. No éramos ricos ni tampoco pobres. Sin embargo, mi padre, que tenía un gran amor a la educación, decía que el fracaso de muchas familias de personas buenas se debe a no educar en el espíritu de pobreza. Y los dos supieron traducir estas ideas en una suma de pequeños detalles. Mi padre, cuando iba de viaje, siempre nos traía un detalle. Teníamos unos reyes magos que no eran superlujosos, pero que estaban muy bien.Y, por supuesto, como éramos tantos hermanos, si una crecía y el traje estaba casi nuevo, lo usaba otro. Todo se aprovechaba. Si veían que tú ibas a gastar en una cosa tonta, te decían: “¿Esto realmente lo necesitas?“. En cambio, cuando era una cosa razonable, ahí estaba el dinero. Te hacían ver el valor que tenían las cosas. Se gasta en lo que hace falta, pero caprichos no.

¿De dónde les venía esa capacidad para combinar teoría y práctica?

Al final, todo es Providencia, y Dios utiliza los trucos que quiere. En el caso de mis padres, coincidieron tres cosas: los dos tenían buen temperamento; ambos se formaron en un ambiente católico muy serio; y un tercer aspecto clave es que los dos eran educadores de profesión y se esforzaron por aprender a educar. Porque a veces hay personas de muy “buena pasta” (buen carácter) que no tienen dotes educativos, y tampoco se empeñan en aprender a educar. Están absorbidos por su carrera profesional o por sus gustos, y piensan que para educar no hace falta aprender. De igual forma que hay mucha gente que piensa que no hay que aprender a ser cónyuge. Mis padres los dos tenían las ideas muy claras y sabían traducirlas a la vida práctica. 

¿En qué se notaba su buen temperamento?

Mi madre tenía mucha fortaleza de carácter, pero siempre irradiaba paz. Mi padre, en cambio, tenía un carácter de genio. Tú veías que a veces se le subía la sangre a la cabeza. Sin embargo, nos daba una lección porque se retenía para no pegar un puñetazo en la mesa. Al mismo tiempo, los dos tenían un corazon de oro.

¿A qué ser refiere cuando dice que venían de familias católicas muy serias?

No venían de familias de las que aquí en España se llaman “clericales”, que es una expresión que tiene un buen sentido y un mal sentido. El buen sentido es el de una religiosidad muy pegada a la vida religiosa, de los frailes y las mojas, lo cual está muy bien. El mal sentido es el de aprovecharse de eso para “vivir bien”. Pero las familias de mis padres no eran así en ninguno de los dos sentidos. Ni tampoco eran clericales en el sentido de ir presumiendo de católico por el mundo. Eran simplemente familias de buenos católicos y punto. 

¿Recuerda alguna práctica de piedad concreta de cuando usted era niño?

Recuerdo que rezaban el Rosario todos los días, al caer la tarde, antes de cenar. Era muy divertido porque mi madre solía estar sentada mientras mi padre paseaba por el pasillo. Los dos guardaban la esperanza de que nosotros nos fuéramos uniendo, pero nunca nos obligaron a rezar con ellos.

Rafael Alvira posa para Misión en el despacho de su padre, el cual los hermanos Alvira Domínguez decidieron conservar intacto. En este despacho el filósofo trabajó en los últimos años de su vida, desde que regresó a Madrid, tras su jubilación.

Uno de los frutos visibles de la santidad de sus padres es que todos los hijos se entregaron totalmente a Dios en el Opus Dei. También Celia y Luis Martín, padres de santa Teresita, entregaron a todas sus hijas a Dios como monjas de clausura…

Esa coincidencia tiene una única explicación y es que los caminos de Dios son inescrutables. Que todos seamos numerarios del Opus Dei no quiere decir que sea algo especial. Dios elige a quien quiere y cuando quiere.

¿Cree que esa entrega de los hijos les supuso a ellos un sacrificio?

Mi madre le pedía a Dios tener alguna hija supernumeraria –del Opus Dei, pero casada– porque ella quería tener nietos. Mi padre, igual. Cuando ya éramos todos numerarios, yo veía que a mi padre se le caía la baba con los nietos de los vecinos. Y, a su vez, los niños tenían una especie de imán por mis padres. Ellos sentían que mi padre los quería.

En 1992 murió su padre, y su madre justo dos años después… ¿Cree que a su madre la afectó también físicamente la muerte de su marido?

En ellos se cumplió lo de que cuando un matrimonio se lleva muy bien y viven muchos años juntos, el primero que muere arrastra al segundo. Mi madre en realidad sobrevivió a mi padre medio año, porque a los 6 meses de su muerte le dio un ictus cerebral que la dejó muy impedida. Pero su serenidad ante la muerte de mi padre fue increíble. En todo momento nos infundió paz. Los dos supieron tener ilusiones hasta el final de sus vidas. Era impresionante ver su juventud de espíritu.

1. Tomás y Paquita en una foto de novios.
2. Tomás y Paquita junto a Juan Pablo II, durante el encuentro del papa con los intelectuales en 1985. Detrás, a la izquierda, su hijo Tomás.
3. Tomás y Paquita junto a sus cuatro hijos mayores.
4. Tomás y Paquita junto a sus ocho hijos. Tuvieron uno más, el cual murió siendo aún muy pequeño.
5. Tomás y Paquita celebrando sus bodas de oro.
6. El matrimonio Alvira Domínguez rodeado de sus hijos, todos numerarios del Opus Dei.

Un encuentro que lo cambió todo
Tomás Alvira fue el primer supernumerario que tuvo el Opus Dei. “Con el Opus Dei mi padre tuvo el mismo flechazo que con mi madre”, explica Rafael Alvira. Después de estallar la Guerra Civil, un amigo le presentó a san Josemaría en una pensión de la calle Menéndez Pelayo, de Madrid. Al salir, san Josemaría le explicó en qué consistía el Opus Dei y Tomás le dijo: “Esto es lo mío. Si usted me admite, yo me apunto. El problema es que llevo 10 años de novio con Paquita”. A lo que el santo respondió: “Tú serás de la Obra, pero casado, porque en la Obra puede haber casados y solteros”. En 1947, san Josemaría vio la fórmula canónica para permitir el acceso de personas casadas al Opus Dei. Habían pasado 10 años desde aquel primer encuentro. “Mi padre decía que nadie había esperado tanto como él para ser del Opus Dei”, explica Rafael. “Pero él se consideró de la Obra desde que conoció a san Josemaría y desde entonces vivió el espíritu y las costumbres de la Obra. Eso significaba, en su caso, ser un buen marido, un buen padre y un buen profesor, y vivir bien el plan de vida a diario: el Rosario, la Misa, la oración…”.

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