La revista más leída por las familias católicas de España

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La santidad de dos en dos: la vida de Tomás y Paquita

Los hijos de este matrimonio en proceso de canonización nos cuentan cómo fue su vida de familia

Por Isabel Molina Estrada / Fotografía Dani García

Artículo publicado en la edición número 58 de la revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España.

María y Luigi Beltrame Quattrochi fueron el primer matrimonio en llegar juntos a los altares. En su beatificación, el 21 de marzo de 2001, san Juan Pablo II quiso confirmar de este modo que el matrimonio es un camino de santidad “posible, hermoso y extraordinariamente fecundo, y es fundamental para el bien de la familia, de la Iglesia y de la sociedad” .

En octubre de 2015, el Papa Francisco proclamó santos al unísono a los padres de santa Teresita de Lisieux: Celia y Luis Martin. Hay otros matrimonios camino de los altares, como el de los padres del propio san Juan Pablo II: Emilia y Karol Wojtyla. Y esta “nueva forma” de santidad de dos en dos no es ajena a España. Ya tenemos a los esposos san Isidro y santa María de la Cabeza, aunque ambos fueron canonizados de forma independiente. De modo que Tomás Alvira y Paquita Domínguez podrían llegar a ser el primer matrimonio santo español. Tras su muerte (él falleció en 1992 y ella en 1994) su causa de beatificación está en Roma en la fase final, con un gran volumen de personas que aseguran haber recibido gracias por su intercesión.

Tomás y Paquita junto a Juan Pablo II, durante el encuentro del papa con los intelectuales en 1985. Detrás, a la izquierda, su hijo Tomás

“No sabemos en qué punto está el proceso, pero sí que están cerca de terminarlo”, explican para Misión dos de sus hijos, Rafael y Pilar Alvira Domínguez. Nos reciben en la casa del madrileño barrio de Salamanca a la que llegaron sus padres en 1941, cuando se trasladaron de Zaragoza a la capital. Ya no vive nadie en ella, sin embargo, los ocho hijos –fueron nueve en total, pero el mayor, José María, murió con solo cinco años– decidieron preservar la vivienda en la que guardan recuerdos entrañables y pertenencias de incalculable valor espiritual. Podríamos haber hablado con cualquiera de los ocho (Teresa, Rafael, Pilar, Nieves, Marian, Tomás, María Isabel y Concha), pero es el tercero, el filósofo Rafael Alvira, quien toma la palabra.

Gracias por querer hablarnos de sus padres. ¿Por qué lo hace?

Me gusta que ellos sean conocidos, y mucha gente me ha dicho que su ejemplo les ayuda. La forma como he vivido desde que nací me parecía lo normal, pero luego he ido viendo que hay detalles que no son lo habitual. Lo más difícil es hacer fácil lo que implica trabajo y sabiduría. Por ejemplo, en una entrevista que le hicieron a mi madre para una revista femenina le preguntaron: “¿Usted trabaja?”. Ella no trabajaba fuera de casa, pero cuando nosotros íbamos al colegio salía para ayudar en muchas iniciativas. Ella respondió: “Salgo a prestar ayudas y luego me doy prisa para estar en casa cuando llegan mis hijos y poder darles un beso al entrar”. Cuando después lo leí, entendí el significado de los pequeños detalles en la vida de una persona.

Rebobinemos la película. ¿Cómo se conocieron sus padres?

Fue en 1926. Mi abuelo organizó un viaje de estudios a Barcelona con los alumnos del colegio público que dirigía, y le pidió a su hijo mayor, mi padre, que lo acompañara. En el tren, mi padre vio a una señorita… Él tenía 20 años y mi madre 14. Fue amor a primera vista. Pero tuvieron que pasar 13 años hasta que pudieron casarse. Mi padre se vino a Madrid con 30 años a hacer unas oposiciones. En 1936 hizo las oposiciones con la idea de volver a Zaragoza para casarse. El mismo día que las aprobó, estalló la Guerra Civil. Se casaron el 16 de junio de 1939 en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Él tenía 33 años y ella 27.

Una chica que trabajó para sus padres cuenta en el documental Los Alvira: juntos hacia el cielo que ella habría pagado por trabajar en su casa. Y uno de sus hermanos en otra ocasión dijo que se estaba tan bien en su casa que a todos les apetecía llegar. ¿Qué ambiente se respiraba en ella?

Un espíritu de hogar amable y abierto. Mis padres tenían un gran amor a la libertad. Al mismo tiempo, en casa te sentías seguro y querido. Porque hay hogares buenos, pero rígidos. Y hogares que dan mucha libertad, pero poco calor de amor. A todos los hermanos nos preguntaron después de que murieran: “¿Qué pensáis de vuestros padres?”. Todos contestamos por separado: “Respetaron mi libertad”. Nos orientaban con su ejemplo y su palabra a cada uno, pero nunca nos empujaron a tomar una u otra decisión.

Tomás y Paquita junto a sus cuatro hijos mayores

Sus hermanos han asegurado que por el modo en que sus padres se miraban todos los hijos querían imitarles. ¿Qué hacía tan contagiosa esa mirada?

El cariño que se tenían era evidente y creciente. No me acuerdo nunca de verlos reñir delante de nosotros. Habían aprendido de san Josemaría –los dos pertenecieron al Opus Dei– que es normal que los matrimonios riñan alguna vez, pero lo importante es que riñan sin maltrato, que dure poco el enfado y que nunca lo hagan delante de los hijos. Recuerdo una vez que estábamos veraneando en el pueblo, y mi padre me pidió venirme con él a Madrid. Yo tendría 13 años. Al cabo de dos días, apareció mi madre. Ahí me di cuenta de que habían tenido un momento de tensión porque vi la escena más romántica que recuerdo de ellos. Me impresiona notar hasta qué punto se respetaban y se querían. Mi madre, al igual que nos esperaba a nosotros en la puerta, esperaba a mi padre para darle un beso al llegar. Y durante años mantuvieron reservada una tarde a la semana para salir juntos.

¿Una cita semanal?

Sí, creo que los miércoles. Cenaban juntos y luego se iban al teatro, al cine o a pasear. Cuando éramos pequeños mi tía se quedaba cuidándonos. Pero al hacernos mayores, ellos ya no salían tanto. Mi padre me dijo un día: “Cuando estamos en casa tu madre y yo no nos hace falta nada más”.

Dice que su amor fue creciente. ¿Eso en qué se notaba?

Con los años, tenían la misma ilusión que cuando se casaron, pero se querían mucho más que entonces. Una vez una hermana mía le hizo una broma a mi padre, ya de mayor: “Con tantos años como lleváis de casados, seguramente ya no te interesará mamá”. Él perdió el color del rosto, y contestó: “La quiero cada día más. Muchísimo más que cuando éramos novios”.

Tomás y Paquita celebrando sus bodas de oro

¿Conservan correspondencia intercambiada entre ellos?

Mis hermanas han encontrado cartas de mi padre a mi madre. Yo no las he leído, pero ellas dicen que son tremendamente románticas. Mi madre era menos explosiva en su amor, pero tenía una sonrisa tumbativa.

Además de la libertad y el amor, ¿qué otra virtud marcó su forma de educar?

El espíritu de pobreza. No éramos ricos, pero tampoco éramos pobres. Sin embargo, mi padre, que tenía un gran amor a la educación, decía que el fracaso de muchas familias de personas buenas se debe a no educar en el espíritu de pobreza. Se gasta lo que haga falta, pero caprichos no. Y los dos supieron traducir estas ideas en una suma de pequeños detalles.

¿De dónde les venía esa capacidad para combinar teoría y práctica?

Al final todo es Providencia, pero Dios utiliza los trucos que quiere. En el caso de mis padres, coincidieron tres cosas: los dos tenían buen temperamento; ambos se formaron en familias católicas (no clericales, simplemente de buenos católicos); y un tercer aspecto clave es que los dos eran educadores de profesión y se esforzaron por aprender a educar.

El matrimonio rodeado de sus hijos

¿Tenían alguna práctica de piedad?

Rezaban el rosario todos los días, al caer la tarde, antes de cenar. Era muy divertido porque mi madre solía estar sentada y mi padre paseando por el pasillo. Tenían la esperanza de que nosotros nos fuéramos uniendo, pero nunca nos obligaron a rezar con ellos.

Uno de los frutos visibles de la santidad de sus padres es que todos los hijos se entregaron totalmente a Dios en el Opus Dei. También Celia y Luis Martín, padres de santa Teresita, entregaron a todas sus hijas a Dios como monjas de clausura…

Esa coincidencia tiene una única explicación y es que los caminos de Dios son inescrutables. Que todos seamos numerarios del Opus Dei no quiere decir que sea algo especial. Dios elige a quien quiere y cuando quiere.

¿Cree que esa entrega de los hijos les supuso un sacrificio?

Mi madre le pedía a Dios tener alguna hija supernumeraria –del Opus Dei, pero casada– porque ella quería tener nietos. Mi padre, igual. Cuando ya éramos todos numerarios, yo veía que a mi padre se le caía la baba con los nietos de los vecinos. Y, a su vez, los niños tenían una especie de imán por mis padres. Sentían que los querían.

En 1992 murió su padre, y su madre justo dos años después…

En ellos se cumplió lo de que cuando un matrimonio se lleva muy bien y viven muchos años juntos, el primero que muere arrastra al segundo. Mi madre en realidad sobrevivió a mi padre medio año, porque a los 6 meses de su muerte le dio un ictus cerebral que la dejó muy impedida. Pero su serenidad ante la muerte de mi padre fue increíble. En todo momento nos infundió paz. Los dos supieron tener ilusiones hasta el final de sus vidas. Era impresionante ver su juventud de espíritu.

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